miércoles, octubre 24, 2012

El hombre de Berlín





      Y después de ver las suelas de sus zapatos mojadas, decidió seguir andando. Ponerse de puntillas para no estropear los calcetines era de cobardes, y echar a correr, de temerarios. Lo mejor era, con mucha diferencia, hacer como que no pasaba nada, pensó, o al menos que fuera eso lo que otros percibiesen. Él podía seguir así indefinidamente, caminando con aparente dignidad, con el agua a la altura de los tobillos, sin mudar el gesto. Mientras, su cerebro continuaría buscando posibilidades, soluciones, nuevos amaneceres y, sobre todo, se concentraría en el momento de llegar a casa. No sería ahora, ni luego, ni mañana. Pero terminaría por llegar a casa, eso era seguro. Y entonces podría secarse los zapatos, quitarse los calcetines, ponerse ropa seca y sonreir, mientras las noticias hablaban y los vecinos continuaban discutiendo.

viernes, octubre 19, 2012

Las maracas de Machín



Que se hunda el mundo ya. Que vaya empezando a darnos igual. Gritemos hasta que nuestra voz, intensa, verdadera y contundente, nos rompa las cuerdas vocales, las cuerdas que nos atan, las cuerdas contra las que estamos, y reventemos en todas direcciones, pasando mucho de quien tenga que venir después con la escoba. Celebremos un botellón dionisiaco y disfrutémoslo como niños en una montaña rusa, caigamos, subamos de nuevo para volver a caer, sólo por el placer de sentir el estómago a la altura del esternón. Comamos, bebamos, hagamos el amor, porque todavía nos amamos. Dilapidemos nuestras fuerzas, y durmámonos con el bendito, infinito cansancio pintando una sonrisa en nuestra boca. Estamos vivos. No lo olvidemos nunca.

Nubes


       
       Hubo un día en que lo vi claro, que hasta aquí. Que cumpliría sesenta, o setenta, o los que sean, y haría mutis por el foro y nadie, absolutamente nadie, sabría mis contraseñas para acceder a los secretos que dejé atrás. Entonces me di cuenta de que no era tan importante la casa, ni siquiera las personas, que crecen y se van. Vi que lo más importante, lo que más viva me hubiera hecho sentir, lo habría perdido. Sentimientos de nobleza, de honradez. Todo muy correcto, muy bonito. Y la sangre, los latidos, las tormentas de imágenes y sensaciones, todo eso, se habría obviado como si fuera lo de menos. En pos de otras cosas. Un engaño, una mentira. Una vida que se retroalimenta en el vacío. Y lo valioso, lo genuino, perdido, olvidado, abandonado, como si no hubiera existido, pero sin dejar de latir, de gritarme "estoy aquí, que te enteres, y no me voy". Y no se va. Y no se va. Y no se va.

domingo, octubre 07, 2012

Tempo

       La Tierra mide doce mil setecientos cincuenta y seis kilómetros de diámetro, y tarda veinticuatro horas en dar una vuelta sobre sí misma. Es decir, que nuestros días son una cuestión de dimensión. Todo se basa en la rotación y traslación de la Tierra, lo que tarda en rotar sobre sí misma y alrededor del Sol. De ahí las estaciones y la duración de nuestros años. 
       Los fenómenos atmosféricos consisten en el movimiento de las corrientes en las diferentes capas gaseosas que cubren la Tierra. 
       Y, a partir de ahí, nosotros filosofamos. Se nos ocurren mil chorradas sobre lo imperecedero de las cosas y las sensaciones, sobre la implacabilidad del tiempo, que pasa sin esperar por nadie; sonreimos con suficiencia porque ya lo hemos entendido, porque ya sabemos que siempre ha sido así, porque a nosotros nadie nos pilla ya de nuevas, con toda la experiencia que tenemos (qué listos somos). Inventamos ecuaciones imposibles, decimos muy seguros que hemos dominado la naturaleza. Esa naturaleza que, de vez en cuando, pone un volcán en erupción y envía cuatro ciudades a hacer puñetas, con todos sus centros de investigación y sus universidades de filosofía, y sus institutos geológicos para la detección de volcanes. Y sigue girando la Tierra, implacable, porque no lo es, porque es un planeta que está ahí y gira por inercia,  porque todo lo nuestro le es tan ajeno como a nosotros lo suyo.

jueves, octubre 04, 2012

Los muertos no bailan

Sin sentir ni padecer, el dependiente del supermercado arrastraba la mopa por los ya limpios, inmaculados pasillos, entre cajas para reponer género, carros de clientes y niños que corrían en pos de sus madres. Ni siquiera tenía cara de bobo; para eso había que estar pensando en un beso, en el sabor del último helado o en la minifalda de la vecina. No podía, de hecho, decirse que tuviese cara. Estaba ahí, con su mopa, en mitad del camino de uno, estorbando, mientras trataba de llevarse por delante no se sabía qué. Y pensaba yo que ahí seguirá mañana, y pasado, y todos los días. Él y su mopa. Y su cara sin cara. A lo mejor está muerto, pensé. Igual es un adorno friqui del súper. Y me marché, sintiendo como la sangre corría por mis venas; por las mías sí. Eso me hizo sentir importante. Pero, al llegar a casa, hice lo mismo de todos los días. Entonces caí en la diátriba cartesiana: ¿Estaré muerta yo también? ¿De qué voy, haciéndome la interesante? Qué pedante me siento a veces.