jueves, febrero 21, 2008

Hormigas


Sólo duró un instante, pero al mirar hacia el interior de la ventana pude recordar con toda claridad la sensación. Llegar a casa por la noche, a aquel cajoncito infame a pagar en cuarenta años, de cincuenta o sesenta metros cuadrados, a lo sumo, con un poco de suerte, y sentarse en el comedor, a la mesa mejor que en el sofá, bajo la luz mortecina de una lámpara que se esforzaba en expandir la luz muy lejos de los trescientos mil kilómetros por segundo que se le suponían, que bastante trabajo tenía ya para encenderse. Poner la tele, a ver qué dan, y recordar en pocos minutos que había que hacer la cena, y levantarse para ir a la cocina. Felicidad. Placidez. Esa sensación de seguridad que da al ciudadano saberse respirando, llorando, riendo y haciendo el amor sobre la cabeza del vecino de abajo, que a su vez se desespera, se ilusiona, vive y muere sobre la cabeza de su vecino de abajo, que a su vez...
El cajón parece no permitir respirar, pero alberga cientos de vidas que sí respiran, que sí palpitan. Sus ojos encortinados se abren sólo a veces, no para permitir que entre la luz, sino para que salga, para que ilumine la calle con la triste alegría que da lo cotidiano, lo sencillo, lo familiar. La sonrisa se dibuja en el rostro que me devuelve la mirada desde la ventana, tan arriba, para enseguida dar un paso atrás y dejar caer la persiana con un cierto aire de suficiencia.

lunes, febrero 11, 2008

Piedras

Regreso al barrio muchos años después. Camino, miro, busco. El olor a cerrado, a piedra vieja.
Todo ha cambiado, pero no lo veo; las calles son más diáfanas, pero yo sigo viendo los angostos túneles de mi niñez, por los que me afanaba ("date prisa..!") para no llegar tarde al colegio. El colegio. Apenas puedo creer que ese edificio tan pequeño, vetusto, olvidado, fuese el lugar al que acudía a diario con mis hermanos, allí donde sucedían tantas cosas, encuentros y desencuentros, el sentimiento de abandono, de estar perdida, amigos, enemigos, maestros lejanos de los que apenas se podía conocer el nombre, pequeñitos al fondo de la clase, con su voz meridiana por encima del murmullo constante de las nuestras, cantarinas e infantiles. Verlo ahora desnudo, ruinoso, solo. No me acerco. Voy por otro camino hasta mi casa. Mi casa. Qué pequeño el portal. Toda la casa está diferente, pero el portal es el mismo. Ya no está el callejón que separaba mi casa de la contigua, donde se escondía mi hermano para esperar a sus enemigos y mantener una nueva pelea, el callejón por donde se tiró aquella loca y se mató, y su sórdido fantasma nos hacía pasar a mi hermana y a mí corriendo por delante, apenas mirando adentro un momento, con el temor de la mujer de Lot. Ya no está la tienda, ni la anciana que se sentaba en la puerta de delante y nos miraba sin vernos. Pero la plaza sigue ahí, y el bar, y tantas otras cosas. La ciudad sigue siendo la más hermosa del mundo, a pesar de los pesares. Y la niña que fui me sigue saludando desde la azotea, moviendo su manita y sonriéndome, con su falda ínfima y sus dos coletas, como magníficas escobas.

miércoles, febrero 06, 2008

What a wonderfull world


Podía mirar hacia el cielo sin más. Libre al fin de la carga de la vida, de los recuerdos. De los hijos ingratos, de los seres queridos que se fueron y se seguían yendo. De la nostalgia por aquella mujer a la que cualquier hombre que tuviese sangre en las venas se giraba a mirar, soltando un requiebro castizo ante el balanceo hipnótico de sus caderas, tan rotundas e incontestables. Aquella a la que jamás se le ponía nada por delante, que podía con todo, como un animal de carga inteligente que no sólo arrastraba, sino que organizaba, construía, tocaba con su varita mágica todos y cada uno de los rincones de su vida, de su casa, de todo cuanto estaba bajo su manto, y le daba vida. Aquella que, por dar, se olvidó de quedarse con algo para sí, y un día vió que lo había perdido todo sin darse cuenta. Y por eso fue borrando, uno tras otro, todos los recuerdos que su memoria se empeñaba en almacenar. Y al fin lo logró. Había soltado toda su carga, y con ella todas las amarguras, y todas las barreras de su alma. Y podía mirar hacia el cielo sin más, y sonreir pensando en el suave calor en su cara.

Requiem


Tomaré mi corazón entre mis manos, lo acercaré a mi boca y lo calentaré con mi aliento. Se sentirá así ligero y suave, y tendrá ganas de dormirse y de soñar. Acariciaré mi piel y abrazaré mi cintura, y sonreiré feliz. Abriré los ojos, y la herida salvaje del sol hará que los cierre con el regocijo de sentir. Dejaré que la primavera haga nacer la vida en mi cuerpo y en mi alma. Caminaré sola, con la mirada fija en el horizonte que salta hacia mí a la vuelta de la esquina. Y veré el Miedo y la Muerte alejarse, diluirse, perderse. Respiraré, y mi cuerpo flotará, lleno de oxígeno, y ya no habrá nada, salvo el ángel que me mira.