miércoles, mayo 20, 2009

El bostezo


Arturo Mendoza salió de su casa, como cada día, a las siete en punto a.m., con la diferencia de que esta vez había dormido mal. Con demasiadas cábalas rondando por su cabeza, su sueño había sido pesado e inconstante, así que salió de casa con un sopor que volaba a su alrededor como una nube de gas. Una chica joven que iba al instituto se quedó mirando su cara lánguida, sus párpados inflados tras las gafas. Y, en ese momento, Arturo Mendoza bostezó.

Ana Vila iba al instituto del barrio, como cada mañana. Salía de casa muy temprano para llegar pronto, para que la gorda Josefina no le quitase la silla. Y es que Josefina, además de ser gorda, tenía muy mala uva, y no permitía que nadie le llevase la contraria en nada, y de ningún modo iba a moverse de su silla por más que estorbase con su gran cuerpo a las lagartijas que se sentaban detrás. Y Ana era una de esas lagartijas, además de no oir muy bien, así que necesitaba sentarse delante. No tenía ya sueño; la ducha matutina le había sentado genial, como siempre. Pero el bostezo de Arturo Mendoza no la dejó indiferente. Y, justo al cruzarse con una mujer que llevaba un traje de chaqueta y un cochecito con un niño dentro, Ana Vila bostezó.

Aurora Fernández salía cada mañana algo nerviosa de casa. Era importante ser puntual en la empresa; bajo ningún concepto podía llegar después de Jorge, su compañero y competidor para el puesto de director de departamento. Pero Aurora, a diferencia de Jorge, tenía un hijo. Y claro, el niño tenía que desayunar e ir bien arregladito a la guardería. Por eso Aurora corría mucho por las mañanas, para tener tiempo de vestirse, desayunar, vestir al niño, llegar a la guarde, salir corriendo a la oficina, y llegar antes que Jorge. Ni siquiera se fijó en Ana Vila, cuando pasó a su lado bostezando. Pero su hijo sí lo hizo.

Ariel Eisen estaba en España de incógnito. La CIA le había pedido su colaboración una vez más para mediar con un influyente personaje palestino. Era imprescindible llegar ya a un acuerdo de paz, y el precio era casi lo de menos. Se trataba de lavar la cara de Israel, y desde luego, la de Estados Unidos, que eran prácticamente acusados de colaboracionismo con los israelíes en la prensa, y eso era algo que no interesaba en absoluto. Así que ahí iba Ariel, en el asiento trasero de un discreto coche de cristales oscuros, de camino hacia su importante reunión con un hombre que, en el último año, había ordenado inmolarse a muchos niños en nombre de Alá. Mirando la calle, reparando sin apenas ver detalles en esta o aquella cara, sus ojos se cruzaron de pronto con los de un niño pequeño que, mirándole sin curiosidad, abrió de pronto su boquita tanto como pudo, en un gran bostezo.

Mohammed Yossuff daba vueltas por la habitación del hotel de lujo como una fiera enjaulada. Eisen tenía fama de diplomático, de escuchar y todo eso, pero él sabía que no era sino un perro a sueldo de los americanos. Y, desde luego, no iba a consentirle que, con tres sonrisitas y un par de palmadas en el hombro, le despachase como si tal cosa y todo siguiese igual. Yossuff quería un compromiso firme: Una retirada incondicional de tropas, o seguiría habiendo víctimas inocentes. Cuando Eisen entró en la habitación, Yossuff le miró de hito en hito: Como había imaginado; cara amable, traje de corte perfecto, nariz extra larga. Aún así, le dió la mano, y sin más preámbulos pasó a contarle sus exigencias. Ariel, todavía algo descolocado, miró a su contertulio a los ojos justo en el momento en que este hablaba ya de retiradas de tropas. Quiso evitarlo, se mordió la lengua, ensanchó al máximo los agujeros de la nariz, pero fue inutil; un gran, profundo, ruidoso bostezo, salió de su boca con la fuerza de un huracán.

Pocos días después, se acabó el mundo.