martes, mayo 18, 2010

La vida en un burka


Es difícil evitar la desazón, como mínimo, que produce ver una mujer con burka. Uno siente miedo. Miedo ante lo que no comprende, ante lo que le es tan ajeno. También se siente confuso, y sin duda, en la mayor parte de casos, siente uno compasión. Pobrecita. La obligan. Es imposible que vaya feliz de ese modo. Posiblemente. Lo más probable es que se sienta un bicho raro, que mire a las otras mujeres con envidia, no de la sana, que no existe, sino de la mezquina, la verdadera, la que da el verse observada por diferente, y la rabia de saberse compadecida. Toda una cultura ancestral, machista, conservacionista, mal entendida y mal interpretada, sostienen ese burka extendido sobre la vejada, la humillada mujer obligada a no lucirse en público, y no sabe uno si desea que la tierra se la trague, si se siente orgullosa por lo diferente, o si ni siquiera piensa ya en nada.

Mi vida en un burka

No había pensado nunca qué se sentiría con el pelo al viento, de la misma manera que un ciego no se pregunta en seguida qué será ver, cuando nació ciego. Cuando me lo planteé, sentí miedo, y preferí pensar en otra cosa. Sería lo mismo que si a una mujer occidental le proponen salir a la calle desnuda, e ir así al supermercado, a tomar café, o al colegio, a buscar a los niños. Ninguna mujer que haya salido a la calle siempre vestida deseará o soñará con salir desnuda como un anhelo irreprimible. Simplemente, le incomodará la idea, se reirá de la hipotética situación, y seguirá con sus tareas diarias pensando en otra cosa. No puedo entender cómo es posible que nadie lo comprenda. En el mundo occidental se dan por buenos unos parámetros, y por sentado que el resto del mundo los considera los deseables, los envidiables, el objetivo a alcanzar. Mi prima es tuareg. Ella vive en el desierto con su esposo de cara azúl, y su vida es dura y salvaje. Yo le pregunté un día si no preferiría vivir en la ciudad, como yo. Me miró con condescendencia, sonriendo triste, y me dijo: "No sabes lo que dices. Tú no entiendes". Y volvió, orgullosa, con sus cabras, sus hijos y su cueva. De la misma manera, yo adoro mi sensación de incógnito. Es como si guardase mi personalidad sólo para mí y para los míos. Por la calle no existo, y eso me gusta. No creo que nadie sea mejor que yo. Y menos quienes son incapaces de comprender que las diferencias son sólo una cuestión social, porque, desnudos, todos somos, más o menos, iguales.

jueves, mayo 13, 2010

Asfalto


Sin notar apenas los baches de la carretera gracias a los maravillosos neumáticos (tecnología punta) del autobús, puedo mirar los campos, las montañas al fondo, los pueblos. Puentes sobre mi cabeza y obras para hacer mayores los arcenes. Junto a uno de ellos, tres grandes bloques de cemento pintados de amarillo, delimitando el espacio donde trabajan, o trabajaron, los obreros de lo público. En el primer bloque, pintado con un spray blanco, "Te quiero". En el segundo, a pocos metros, "Te echo de menos". En el tercero, "Siempre tuyo". Y me da por pensar en el adolescente, sentado sobre el asfalto con sus vaqueros rotos, mostrando la ropa interior, pensando que así mola más, tratando de impresionar con su poesía urbana a la ingrata que se fue. Pienso en su corazón roto, en su almohada empapada por el llanto, en su mirada perdida tras el cristal sucio del aula del instituto. Y pienso si todavía la llorará en silencio, si le estará sangrando aún el corazón que no conoce el consuelo, o si habrán pasado ya suficientes meses como para que su melancolía haya remitido algo o del todo, de un plumazo, como suelen suceder estas cosas, y sea ya otra la que escuche en su oído que él es siempre suyo, con ese "siempre" tan caduco de lo que es fresco.