sábado, septiembre 24, 2011

Ópera





El pequeño neutrino decidió darse importancia. Qué cara pondrían todos; las teorías de Einstein se irían al garete, y con ellas el orden del Universo. Comprendía que era esencial para la raza humana vivir sin miedo, y que la única manera de no temer era conocer, comprender. Sólo así se podía controlar, prever. Y por eso le había venido al hombre de perillas aquella estupenda ley física, corroborada cientos de veces desde los albores del siglo veinte. Qué bien. Ya tenemos un límite para la velocidad, ya podemos ponerle puertas al campo. El neutrino sonrió de lado, con una de esas sonrisas gamberras que sólo se ven en el cine. Él iría más deprisa que la luz, porque podía. Le sacaría la lengua a Einstein y después se pararía para ver la cara de memos de todos aquellos señores de bata blanca que se creían tan listos. Nunca, o como mínimo no enseguida, lograrían averiguar la causa. Imaginarlos así, desconcertados y asustados de nuevo, le divertía enormemente. No era maldad; es que él pensaba que era momento de poner las cosas de nuevo en su sitio. Así que tomó aire, se colocó en posición y echó a correr.