miércoles, noviembre 16, 2005

La madre de Schopenhauer


La tía Tula, inmortal personaje de Unamuno, reflexionaba para sí sobre aquel pasaje de los Evangelios en que Cristo es interrumpido en una de sus diatribas al llegar, según le anunciaba uno de sus apóstoles, su Madre y sus hermanos a visitarle. El Señor dijo en aquella ocasión que Él no tenía madre, que su Padre era Aquel que estaba en los cielos, y sus hermanos, los presentes. Pensando en estas palabras del Redentor, Tula, con una oscilación de cabeza y un chasquido de lengua, dijo aquello de "hombre al fin". De la misma manera, Schopenhauer negó a su madre, afamada escritora que le abrió no pocas puertas en su incipiente carrera filosófica, presentándole, entre otros don nadies, a Goethe. A pesar de ello, el bueno de Arthur no podía ver a las mujeres. Sin duda, un nuevo caso de niño malcriado, o simplemente no criado, que arremete contra aquellas a las que representa una madre, en ocasiones demasiado autoritaria, en otras demasiado consentidora. Son muchos los hombres que manifiestan irónicamente, siempre en presencia de otros hombres, su autosuficiencia y su nula necesidad del género femenino, la inutilidad de este, su maldad intrínseca y sus escasas capacidades, ante la sonrisa aprobatoria del resto de la masculina concurrencia. Digamos que da rabia depender emotiva y, sobre todo y ante todo, físicamente, de las compañeras que, en último término, suelen dirigir, en la mayoría de casos sabiamente, a la familia, la organización de la casa, la administración de esta, y satisfacer además los apetitos carnales de sus hombres, no siendo siempre, a su vez, satisfechos los propios. Amén de la mentalidad retorcida y las maneras caprichosas de la mayoría de mujeres, también es cierto que suelen ser los animales de carga de cada nucleo familiar, las espaldas sobre las que todo reposa, de manera invisible, sin que sea, en la mayoría de los casos, apreciado. Con su entrada al mundo laboral, la mujer a relegado al hombre a la sombra, puesto que suministrar a la familia de un constante flujo económico era ya la única función social que a este le quedaba. Ahora, el derecho al pataleo es lo que manifiestan esas sonrisas cómplices ante el intento de ridiculización que cualquier macho ostenta un viernes noche ante sus semejantes, tras la barra de un bar. Calma, señores. Nosotras les necesitamos todavía. No pierdan los papeles, que las relaciones entre sexos son, cuando poco, divertidas, y naturalmente necesarias. Permítanme que les despeine cariñosamente y les bese la mejilla, que son ustedes mu majos.