Sin notar apenas los baches de la carretera gracias a los maravillosos neumáticos (tecnología punta) del autobús, puedo mirar los campos, las montañas al fondo, los pueblos. Puentes sobre mi cabeza y obras para hacer mayores los arcenes. Junto a uno de ellos, tres grandes bloques de cemento pintados de amarillo, delimitando el espacio donde trabajan, o trabajaron, los obreros de lo público. En el primer bloque, pintado con un spray blanco, "Te quiero". En el segundo, a pocos metros, "Te echo de menos". En el tercero, "Siempre tuyo". Y me da por pensar en el adolescente, sentado sobre el asfalto con sus vaqueros rotos, mostrando la ropa interior, pensando que así mola más, tratando de impresionar con su poesía urbana a la ingrata que se fue. Pienso en su corazón roto, en su almohada empapada por el llanto, en su mirada perdida tras el cristal sucio del aula del instituto. Y pienso si todavía la llorará en silencio, si le estará sangrando aún el corazón que no conoce el consuelo, o si habrán pasado ya suficientes meses como para que su melancolía haya remitido algo o del todo, de un plumazo, como suelen suceder estas cosas, y sea ya otra la que escuche en su oído que él es siempre suyo, con ese "siempre" tan caduco de lo que es fresco.
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