Podía mirar hacia el cielo sin más. Libre al fin de la carga de la vida, de los recuerdos. De los hijos ingratos, de los seres queridos que se fueron y se seguían yendo. De la nostalgia por aquella mujer a la que cualquier hombre que tuviese sangre en las venas se giraba a mirar, soltando un requiebro castizo ante el balanceo hipnótico de sus caderas, tan rotundas e incontestables. Aquella a la que jamás se le ponía nada por delante, que podía con todo, como un animal de carga inteligente que no sólo arrastraba, sino que organizaba, construía, tocaba con su varita mágica todos y cada uno de los rincones de su vida, de su casa, de todo cuanto estaba bajo su manto, y le daba vida. Aquella que, por dar, se olvidó de quedarse con algo para sí, y un día vió que lo había perdido todo sin darse cuenta. Y por eso fue borrando, uno tras otro, todos los recuerdos que su memoria se empeñaba en almacenar. Y al fin lo logró. Había soltado toda su carga, y con ella todas las amarguras, y todas las barreras de su alma. Y podía mirar hacia el cielo sin más, y sonreir pensando en el suave calor en su cara.
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