Sólo duró un instante, pero al mirar hacia el interior de la ventana pude recordar con toda claridad la sensación. Llegar a casa por la noche, a aquel cajoncito infame a pagar en cuarenta años, de cincuenta o sesenta metros cuadrados, a lo sumo, con un poco de suerte, y sentarse en el comedor, a la mesa mejor que en el sofá, bajo la luz mortecina de una lámpara que se esforzaba en expandir la luz muy lejos de los trescientos mil kilómetros por segundo que se le suponían, que bastante trabajo tenía ya para encenderse. Poner la tele, a ver qué dan, y recordar en pocos minutos que había que hacer la cena, y levantarse para ir a la cocina. Felicidad. Placidez. Esa sensación de seguridad que da al ciudadano saberse respirando, llorando, riendo y haciendo el amor sobre la cabeza del vecino de abajo, que a su vez se desespera, se ilusiona, vive y muere sobre la cabeza de su vecino de abajo, que a su vez...
El cajón parece no permitir respirar, pero alberga cientos de vidas que sí respiran, que sí palpitan. Sus ojos encortinados se abren sólo a veces, no para permitir que entre la luz, sino para que salga, para que ilumine la calle con la triste alegría que da lo cotidiano, lo sencillo, lo familiar. La sonrisa se dibuja en el rostro que me devuelve la mirada desde la ventana, tan arriba, para enseguida dar un paso atrás y dejar caer la persiana con un cierto aire de suficiencia.
El cajón parece no permitir respirar, pero alberga cientos de vidas que sí respiran, que sí palpitan. Sus ojos encortinados se abren sólo a veces, no para permitir que entre la luz, sino para que salga, para que ilumine la calle con la triste alegría que da lo cotidiano, lo sencillo, lo familiar. La sonrisa se dibuja en el rostro que me devuelve la mirada desde la ventana, tan arriba, para enseguida dar un paso atrás y dejar caer la persiana con un cierto aire de suficiencia.
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