jueves, octubre 04, 2012
Los muertos no bailan
Sin sentir ni padecer, el dependiente del supermercado arrastraba la mopa por los ya limpios, inmaculados pasillos, entre cajas para reponer género, carros de clientes y niños que corrían en pos de sus madres. Ni siquiera tenía cara de bobo; para eso había que estar pensando en un beso, en el sabor del último helado o en la minifalda de la vecina. No podía, de hecho, decirse que tuviese cara. Estaba ahí, con su mopa, en mitad del camino de uno, estorbando, mientras trataba de llevarse por delante no se sabía qué. Y pensaba yo que ahí seguirá mañana, y pasado, y todos los días. Él y su mopa. Y su cara sin cara. A lo mejor está muerto, pensé. Igual es un adorno friqui del súper. Y me marché, sintiendo como la sangre corría por mis venas; por las mías sí. Eso me hizo sentir importante. Pero, al llegar a casa, hice lo mismo de todos los días. Entonces caí en la diátriba cartesiana: ¿Estaré muerta yo también? ¿De qué voy, haciéndome la interesante? Qué pedante me siento a veces.
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