sábado, abril 28, 2012


Mano muerta, pica a la puerta

Una de las últimas tardes de Abril la humedad hacía sudar las piedras que alfombraban la calle. Ninguna fuente de aguas transparentes dejaba oir el son del agua corriendo, ofreciendo la esperanza de una llegada, de una saciedad. Sólo el largo corredor que crecía delante hacía pensar en la intemporalidad, y pronto parecía que, mirando hacia atrás, ya no se iba a ver otra cosa sino la calle, la misma calle de piedras brillantes, mojadas. Pero apetecía seguir caminando, por inercia o sin ella, daba igual. La sensación no era desagradable,. ni daba miedo. Caminar sin más el sendero peligroso, las suelas resbaladizas, las casas flanqueando, un supuesto horizonte de fachadas que no acababa de materializarse. A veces era algo desesperante, vacío. Pero a los pocos pasos parecía nuevamente que el final estaba cerca, que las suelas iban a aguantar. Y de nuevo se veía el horizonte lejos, y volvía a parecer peligroso el camino. Pero es que había que caminarlo. Siquiera extender una mano hacia un lado, apoyarla en la pared para recordar que estaba ahí, aunque uno no la mirara ni la tocara. Pero estaba, y podía uno confiar en que, en cualquier caso, siempre ofrecería un soporte cuando el camino se hiciera insoportable. Tocar la pared, soltarla. Clavar los pies en el suelo, la vista al frente. Y caminar.

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