Nos despedimos como los hombres, con un abrazo firme, apretando los labios y ocultando la cara para que no se viese la lágrima espesa, gruesa y pesada. Un golpe fuerte en el hombro, una mirada lo menos reveladora posible. Y cerré la puerta, mirando hacia dentro por última vez. La sala desnuda, las pinturas que me miraban sin comprender. Supe entonces que quien viniese después se iba a encontrar en cualquier rincón con el filo del sable de Kasumi, o con Blacksad sentado, fumando en un rincón, mirándole fijamente. Que iba ver, al entrar al baño, alguna chica de Manara haciendo un strep-tease, o al Capitán Trueno matando turcos. Que un día no podría más y saldría corriendo despavorido, y, cuando nadie le creyese, ahí estaría Conan para demostrar de nuevo que sólo hay una verdad.
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