
Recordaba el olor a café en la casa del barrio viejo, y el lento despertar que me producía. Retirar despacio la ropa de mi cara, y sentir la nariz congelarse en el acto. No tardaba en llegar la madre, apremiándome a vestirme para no llegar tarde al colegio. Sus prisas, su parloteo rápido, como de estar eternamente enfadada con alguien o con algo. Levanta, vístete, me decía, mientras ella misma me ayudaba con los calcetines, con los botones, con las cremalleras. Un dolor infinito, casi irracional, cuando el jersey de cuello demasiado pequeño entraba por la cabeza, pegado a ella, y pillaba las orejas a contrapelo. Superado el principal obstáculo, el jersey seguía ciñéndose por los brazos y el cuerpo. Yo siempre pensaba que era justo eso lo que debía sentir un conejo cuando le arrancaban la piel, y así se lo hacía saber a la madre, que asentía sin oir, con la cabeza ya un cuarto de hora por delante del momento presente. Me hacía coletas. Una raya perfecta, desde la frente hasta la nuca, me dividía el pelo en dos porciones exactas, y cada una de ellas quedaba anudada a un lado de mi cabeza, en dos maravillosas escobas que yo me complacía en menear con orgullo, como un símbolo de exuberancia. El abrigo de paño, la falda ínfima, los calcetines largos. El olor a humedad, a piedra vieja, de la calle. La enorme puerta de madera deslucida de la escuela, la tromba de niños. La madre que sonríe. La madre que se aleja. Los ojos solos buscan, pero ya no encuentran.