No había pensado nunca qué se sentiría con el pelo al viento, de la misma manera que un ciego no se pregunta en seguida qué será ver, cuando nació ciego. Cuando me lo planteé, sentí miedo, y preferí pensar en otra cosa. Sería lo mismo que si a una mujer occidental le proponen salir a la calle desnuda, e ir así al supermercado, a tomar café, o al colegio, a buscar a los niños. Ninguna mujer que haya salido a la calle siempre vestida deseará o soñará con salir desnuda como un anhelo irreprimible. Simplemente, le incomodará la idea, se reirá de la hipotética situación, y seguirá con sus tareas diarias pensando en otra cosa. No puedo entender cómo es posible que nadie lo comprenda. En el mundo occidental se dan por buenos unos parámetros, y por sentado que el resto del mundo los considera los deseables, los envidiables, el objetivo a alcanzar. Mi prima es tuareg. Ella vive en el desierto con su esposo de cara azúl, y su vida es dura y salvaje. Yo le pregunté un día si no preferiría vivir en la ciudad, como yo. Me miró con condescendencia, sonriendo triste, y me dijo: "No sabes lo que dices. Tú no entiendes". Y volvió, orgullosa, con sus cabras, sus hijos y su cueva. De la misma manera, yo adoro mi sensación de incógnito. Es como si guardase mi personalidad sólo para mí y para los míos. Por la calle no existo, y eso me gusta. No creo que nadie sea mejor que yo. Y menos quienes son incapaces de comprender que las diferencias son sólo una cuestión social, porque, desnudos, todos somos, más o menos, iguales.
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