
No tenía ojos, ni labios. Sólo orejas, y apenas se veían. No había en su cara nada que hiciese pensar en sentidos, ni en sentimientos. Era un hombre igual. Como todos los demás. La misma raya a un lado de la estrecha cabeza, con la misma ropa cortada por el mismo sastre, con los mismos hijos en el mismo colegio. Se las había arreglado para que cinco años de carrera y cuatro de estudios superiores no dejasen mácula alguna en su perfecta cobertura de estulticia. Era como si fuese capaz de recibir y retener ciertas informaciones sin que estas conectasen entre sí, y sin que su cerebro se viese afectado por ello. Su mujer también era igual. Delgada, con cara de asco ante cualquier cosa, animal o ser humano, también con la misma ropa, las mismas botas de tacón alto, el mismo peinado cortado igual, con el mismo tinte. La misma suficiéncia. La misma auséncia de sentimiento, de inquietudes. El miedo a la muerte, a la sangre, a todo lo que olía a natural, a real. El mismo desprecio por los pocos diferentes, por los libres. Horas blancas, fabricando seres iguales a ella, a él, a todos. Eso era seguro. Siempre había sido así. La inercia le hacía sentir que controlaba la situación. Todo está bien mientras lo haya estado durante generaciones. Si no palpita, no puede doler. Y un día, y otro. Y otro.