
Me decía un amigo que nada le parece más anacrónico que una piscina en otoño. Cuando regresamos a las mangas, a los pantalones largos y a los calcetines, pasar junto a una piscina es casi ofensivo. Y es que hay pocos símbolos del verano tan a propósito como una piscina. Abandonar la idea del calor tórrido, del sol en nuestra cara, acostumbrarnos despacio a la bruma, y encontrar de pronto una piscina en nuestro camino, es lo más parecido a un insulto. En efecto, las piscinas fuera de temporada ofrecen una triste imagen. Es mejor, mucho mejor, ignorarlas, volver los ojos hacia la bruma e imaginar cuentos de duendes, de misterios, de barcos fantasmas. Y que esos otros fantasmas, los del verano, no nos impidan ver los castaños cargados de frutos, las hojas rojas y amarillas en los bosques, las setas que empiezan a asomar su sombrero y nos recuerdan que ya es tiempo de volver a comer caliente. Disfrutemos del sabor de nuestro tazón de caldo humeante, de nuestro edredón y de nuestras zapatillas, mientras regresa el tiempo de zambullirnos de nuevo en la piscina.